07 - La Cabina
Mis latidos se me escapan con cada respiración y rompen el pijama de cuadros en retazos tan grandes como los coloquialismos dichos en el día. De mi boca a la tuya y viceversa.
Con las revoluciones de un trapecio colgado de un puente me siento al borde del estallido final. Una confesión grandiosa y hambrienta, solitaria y con el eco gigante.
Rozo el pincel más veces de las que puedo contar sin perderme, la imaginación de aquella mirada tan bordada a mi medida me alumbra hasta quemarme. Mi clásico egoísmo la imagina como un presente único de ti y me aferro a ella, desquiciado y de rodillas.
Me has vuelto un desmadre, un azote de olas, un mártir de los fines de semana, un amante secreto del lunes infame. Has cambiado mis tiempos, lo has logrado una vez más; tú y los secuaces que han retenido mis afectos, tus ancestros o tú su heredero.
He sido obligado a relegarme, mi mayor escenario, la fantasía que moja las esquinas de mi almohada se ha limitado únicamente a hablar de ti ante un íntimo, como un criminal ante el párroco. "Le amo, le amo" repitiendo incesantemente, entre lágrimas congeladas por el viento helado de la madrugada mientras el otro escucha carente del juicio al cuál le temo. Me has reducido a un romántico de la vergüenza.
Como un cascarón manejo mis ideales con pipas e insomnio, acercándome con precaución y admitiendo mis capacidades y mis cerrojos. Aquello que no puedo darte por más que desee que reclinases tu cabeza sobre mi hombro, aquello que me hace ser quien soy y lo que me amarra a mi piel.
En mis sueños de largas charlas y admisiones solo puedo ver el único final de nuestro entrecejo, nuestro paréntesis. El pétalo cenizo que pone fin a los cánticos del niño y la realización completa de mi senda manca; estoy solo. La maleta en mi espalda trae los libros, las chuecas, las preguntas abiertas, el libre albedrío, la madeja de estambre; las cajas, las llaves que las abren, las muñecas y las risas, solo mías para cargar. Me dejaste en el camino sin haberme llevado ahí, como un espejísmo uní-solo (o fuego fatuo) que encamina a los ilusos a la hoguera.
Cántaros bellos, el tonto que bebe de ellos tonto ha de quedar. Me has demostrado que la belleza tuya y las palabras no mueven el peón a coronar ni una casilla; lo embelesan con promesas de reinato, más solo se marchan al trastocar del reloj. Soy incambiable, estático y un ser intergaláctico de pocas penas de otra raíz a la de la indiferencia humana.
Quiero llorarte y lamentarte cual muerto infante, enterrarte en vida dentro de la fosa más profunda de mi recuerdo entrecortado. Llenarte de nostalgia en el jarrón de mis lágrimas y dejarte zarpar vuelo hacia tu normalidad, donde nunca pueda verte ni el rastro, donde no tenga opción más que enamorarme de nuevo de un completo extraño (como tú lo fuiste, como tú serás).
Así te lo ruego desde la cubierta de mi velo, suplicando por la vida a regresar y los casquillos al aire de mis palabras abnegadas:
Déjame ir.
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